Emilio
Fuentes vivía en Córdoba, en una quinta de
zona norte. Su casa, con
ambientes espaciosos, estaba ocupada
en su totalidad por muebles en
desuso.
Poco
sabían los vecinos de la vida del anciano.
En ocasiones, narró historias de
la guerra civil española,
posiblemente, transmitidas por un
padre republicano aunque, por la
vehemencia del relato, parecía que él mismo hubiera sido el protagonista. Eran crónicas
de enfrentamientos sanguinarios
y de un largo viaje en barco por un mar embravecido.
Se
disgustaba cuando alguien le sugería que
acumulaba, así que todos evitaban el
tema. Aquella tarde de primavera, uno de los niños se
atrevió a preguntarle por qué tenía
tantas cosas guardadas y no se
enfureció como en otras oportunidades. El plomo de las nubes bajas anticipaba la primera lluvia, Emilio
hizo un gesto para que se aproximaran con el ademán de quien va a
confesar un secreto —Vamos a tener que
fabricar todo de nuevo, ya falta poco,
falta muy poco.
En ese
instante, se escuchó un feroz estrépito
que confirmaba la inminencia de
la tormenta, el viejo se encogió
fulminado, como si la bala de un
máuser que se había disparado en
1939 hubiera encontrado finalmente su corazón.
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