La casa de calle Rioja tenía múltiples escaleras y puertas. Creo, si mis sumas son correctas, que había diecisiete puertas. Estos cálculos, posteriores a la época en la que sólo me interesaba atravesar las aberturas, se corresponden con el plano adulto de la casa, en donde la puerta del dormitorio, que se abría hacía el hall central, y la puerta del hall central, que se abría hacía el dormitorio, eran una y no dos , distintas e independientes, como en mi plano infantil. Si entonces me hubieran preguntado cuántas puertas tenía mi casa hubiera respondido- Muchas, en invierno entra el frío.
Allí crecí , en el centro de la ciudad de Córdoba, en una calle donde nunca dejaban de pasar los colectivos, ni de día , ni de noche y el sonido chillón de los frenos estaba incorporado a los sueños con esa multiplicidad de los disfraces oníricos: a veces era un dinosaurio, otras el bramido del mar en retirada o la sirena del barco que traía de regreso a alguien muy querido.
Crecí con mamá, el abuelo, mi hermana Ana y las empleadas que aportaban al diseño urbano relatos del aire de las sierras, de las ánimas que perseguían a los jinetes hasta hacerles perder el rumbo, del rumor de las vertientes y del quesillo de cabra que el abuelo denostaba por temor a la brucelosis. El abuelo era médico y, aunque en esa época ya no tenía consultorio ni atendía pacientes, los laboratorios seguían enviando muestras y publicidades que se acumulaban en cajas gigantescas . Nunca volví a encontrar nada tan agradable al tacto como los insaciables secantes de colores brillantes, con olor a fibra vegetal, ávidos de tinta. La escritura con pluma estaba en retirada y con esos cartones inútiles, fabricados a destiempo, hacíamos torres y edificios, ciudades que surgían y se desplomaban con cualquier vibración.
La casa de Rioja era un laberinto (del cual no sé si alguna vez logré salir). Tenía dos espejos, uno en un dormitorio y otro, redondo, en el comedor pero sus enormes ambientes de techos altos estaban poblados de reflejos y virtualidades, de recovecos, de guaridas que se tragaban los secretos, cristales en donde los deseos, los miedos y los enojos se multiplicaban en un tiempo infinito.
Cuando murió la abuela, yo tenía cinco años, suficientes para entender que ella ya no iba a volver más, con mi hermana nos apoderamos de la casa, desgarramos todos los cerrojos, invadimos todos los lugares protegidos. Las copitas, para invitar anís a las visitas de los jueves, se transformaron en bebederos de muñecas hasta que se rompieron, los sillones sirvieron como camas elásticas para practicar piruetas muy arriesgadas y fuimos arrancando los papeles floreados de las paredes, las desnudamos, las dejamos grises, porosas, hostiles para el recién llegado. Creo que la abuela fue la única con pericia social en la familia, la que conocía las reglas para relacionarse con corrección, el manual de la cortesía y el arte de recibir. Con su ausencia, también esa habilidad faltó en la casa. Las pocas relaciones que manteníamos, eran caóticas y desprolijas: los amigos llegaban sin avisar, a cualquier hora, se quedaban un segundo o varios días. A nadie le importaba la estética y, con el tiempo, se fueron confundiendo cada vez más los espacios: existían muchas casas camufladas en una, todas frágiles parecidas a nuestras ciudades de cartón.
El sitio de la añoranza fue, no aquel del techo inconsistente que terminó de desmoronarse con la muerte del abuelo, el sitio que he evocado y he tratado de reinventar fue ese otro, alojado en los pliegues de la cotidianeidad, donde nos sentíamos a salvo y nos permitió urdir los sentidos de la vida. El lugar de los juegos, de los libros, la terraza enorme, un magnífico atalaya para espiar la ciudad, donde Ana y yo leíamos al sol la Pequeña Lulú. Cuando nos aburríamos de esa historia, exprimíamos las cáscaras de mandarina sobre la colorida superficie y las historias se adherían a nuestra piel. Después, mamá debía refregarnos durante horas para quitarnos los tatuajes pero el olor picante del cítrico no nos abandonaba y quedábamos impregnadas con esa acidez. Olor a calle Rioja, pienso, cada vez que pelo mandarinas. Olor a paraíso. Rinconcito de radio, el comedor "chico", a la tarde, después del colegio, en un receptor de color verde con carcasa y perillas de baquelita, con luz y visor donde se observaban los movimientos del dial. Por esa ventanita hubiera querido escrutar el mundo pero, justamente, la imposibilidad sostenía la maravilla. El aparato encantado, la lámpara de Aladino que no necesitaba fricción (sólo, de vez en cuando, algunas sacudidas). En el comedorcito, antes de la cena, el ritual del radioteatro: “Los Pérez García”. Recuerdo que las voces me provocaban sensaciones intensas, me exigían bosquejar caras, gestos, adivinar el desencanto, la ira, la frustración por el timbre de la voz y el portazo.
Olor a cumpleaños. Mi madre tenía un libro de Doña Petrona con hojas de papel muy grueso, manchadas con todos los ingredientes posibles. Las tortas llevaban hasta veinte huevos y la elaboración se realizaba a lo largo de semanas. Mojar con almíbar al cual se le ha agregado ralladura de limón, dejar secar, mojar con almíbar, secar, mojar... El sabor también llegaba lentamente primero el dulce, el matiz alimonado y más tarde el gustito a vainilla en rama macerada. Después de varios días todavía se percibía un resto especiado pero ya no en la lengua, ni en el paladar, era un sabor que se instalaba en los umbrales, en los zócalos y permitía que el festejo se extendiera.
Dejé la casa a los veinte años, cuando murió el abuelo, nunca volví. Hoy la miro desde afuera, desde la vereda de mi madurez. La fachada permanece igual, intactos los balcones, las rejas de hierro y la puerta cancel. Sé que observo un espejismo, un simulacro, un decorado que para nada me involucra. No intentaré entrar. Intuyo que "la casa de calle Rioja" no estaba construida con ladrillos, hierros y maderas, sospecho (casi con certeza) que su arquitectura se plasmó sólo en el mapa de los afectos y allí quiero regresar con este relato.
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