—Sea buena doña cómpremelo —El chico venía todos los sábados al medio
día, traía bolsitas para residuos —a cien las diez —me extendía el paquete para forzar la
compra. Ese sábado no trajo bolsitas —Vamos doñita termino y me voy a mi casa, sea
buena — sostenía una caja abierta y se
volvía cada vez más exigente
— ¿Y qué tenés ahí?
—Me asomé y vi un objeto esférico
con bordes irregulares — ¿Qué es eso?
— Me miró triunfante, su olfato de buen vendedor le indicaba que estaba
próximo a lograr su objetivo —Es un pipirelo doña, lo puede usar para
muchas cosas, para adorno, para que juegue el perro ¡Mire se lo dejo a cincuenta!— Desde
hacía siete años, ya no
tenía perro. Papá había
enfermado y deambulaba día y noche con su Alzheimer, los objetos aparecían en lugares inesperados, una sartén en el inodoro
o el jabón en la heladera, entonces se había vuelto imposible tener una mascota. Cuando murió ya no sentí
deseos de traer un perro y me aficioné
al orden rígido y la limpieza exhaustiva.
—Doña cómpremelo— el
chico estaba ansioso, saqué del bolsillo cincuenta pesos y se los di, le estaba por decir que se
llevara la caja pero se marchó corriendo y yo quedé inmóvil con el recipiente en la mano, tan inmóvil como el pipirelo o mucho más según después
pude comprobar. Dejé la caja sobre la
repisa, junto a otros objetos sin ubicación fija.
Volví a recordar la compra, cuando vi la esfera fuera
de la caja, no tenía el registro de haberla sacado. Mi memoria, últimamente, era tan pantanosa
que tenía miedo de acabar como papá. Tiré
la caja y pensé que luego descartaría
ese objeto bastante desagradable. A la mañana siguiente el pipirelo estaba en el
centro de la mesa, donde solía colocar los adornos florales, me inquieté al
recordar que papá insistía en tirar las
flores por la ventana hasta que dejé de ponerlas. Tuve el impulso de arrojar también
el pipirelo por la ventana pero me dio aprensión tocarlo.
En el transcurso de esa semana la entidad comenzó a
moverse por toda la casa, nunca pude observar sus desplazamientos pero aparecía
en la cocina, dentro de alguna olla que después ya no me animaba a utilizar por
temor a que fuera tóxico o se instalaba, entre la ropa, en un armario.
Comencé a notar que por las noches despedía
fluorescencias y que emanaba un perfume
dulce y rancio como a flores viejas. No
me atreví asujetarlo, en parte por la toxicidad que sospechaba y porque temía sentir al tacto algún latido,
alguna tibieza, algún síntoma de vida en ese cuerpo hermético.
Algunos días deseo abandonar la casa, no volver nunca
pero luego me apeno, me lo imagino arrastrando su absurda anatomía por los
pasillos y me asalta un instinto maternal que desconocía en mí, un
deseo de acunarlo para que finalmente repose y se quede quieto. Tan quieto como
se quedó papá esa tarde de otoño mientras yo permanecí fascinada, durante horas o tal vez días, velando su respiración cada
vez más apagada, hasta que finalmente pude llamar al doctor Ramírez
que me miró muy serio y me pregunto —Elena
¿Cuánto hace que pasó esto?
Los miércoles para mí todavía son difíciles, esos días solía llevar a papá a los exámenes cognitivos
que progresivamente se volvieron más tortuosos, una verdadera tragedia convencerlo y subirlo a un taxi. Ahora, los miércoles,
planeo cómo entrampar al pipirelo, se me
ocurren complicados artificios pero siempre fallo en lo mismo, no sé qué poner
de señuelo, desconozco sus apetencias, sus necesidades, no sé cómo atraerlo, no
sé si come, si tiene frío o le gusta la música. Además, aunque lograra
apresarlo no alcanzo a dilucidar qué
haría luego, sería ideal devolvérselo al chico de las bolsitas, algún
sábado, pagarle para que lo lleve a su
lugar de origen pero el chico no ha
vuelto a pasar más y creo que si arrojo al
pipirelo desde el quinto piso, enseguida, aparecería el
doctor Ramírez para interrogarme
—Elena ¿Cuánto hace que pasó esto?
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