Me
gusta pasear por la General Paz, los domingos a la siesta, en verano, cuando la ciudad entra en estado de latencia. Cuando todos están en la
pileta, me gusta detenerme en la Plaza
Centenario y sentarme en los bancos que sudan gelatina y deambular en la peatonal con vidrieras que
ofertan sólo para mí. Suele suceder entonces que me cruzo con otro que comparte
mis preferencias, nos miramos sin saludarnos
y luego, continuamos, cada uno por su
ruta y, sin prisa, atravesamos las
paredes de las tiendas y comparamos precios o hacemos gestos coquetos frente a
los vidrios del Banco Hipotecario como
si realmente necesitáramos consumir algo, como si los espejos todavía nos
reflejaran.
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