LA SÚPLICA DE RAIMUNDO

1
Kane se acomodó junto a  las  enormes  piedras. Desde que la franja entre la fantasía y la realidad se estrechaba cada vez más,   ese era el  lugar  en donde  se sentía todavía íntegro, allí podía distraer a la acechanza, al estallido que  lo dispersaría por  el espacio pero también era el punto de partida de sus desvaríos porque en contacto con esas moles había escuchado por primera vez las voces. Desde que tocó esas paredes descubrió que la palabra no era previsible: arma en la nuca de los ciudadanos  y fugaz aleteo. Por ella había mentido, asesinado, edificado un imperio transpirando en las madrugadas para nombrar  los sucesos  aun no acontecidos.  Había sido intrépido y creativo.  Ángel amarillo del siglo XX  entre papeles ajados de  costumbre, tejedor de guerras y   amores prohibidos, superhéroe contra  inquietantes utopías.
Le llegó la brisa del Pacífico y por fin pudo respirar, se había sentido todo el día atormentado por la humedad espesa y fue inútil recorrer La Casa Grande y las Torres, la Casa del Sol, La Casa del Monte y la Casa del Mar buscando alivio para su  malestar. Finalmente el viento del oeste le daba una tregua. Pasó los dedos sobre la superficie áspera  y oyó, una vez más,  loas,  plegarias,  admoniciones, órdenes, juramentos, balbuceos de  madres que mecían a sus niños y  obscenidades de  burdeles, amalgamados en ese  idioma musical.   
Nadie entendía por qué se había tomado tantos trabajos para acarrear  aquel monasterio desde Ovila  hasta su casa de California y era difícil que aceptaran  que no se trataba de  uno más de sus caprichos como las estatuas que trasladó desde Grecia, la fuente medieval  francesa, las rodajas de árboles petrificados escandinavos,  las esmeraldas africanas.  Era distinto, aquí habitaba el vaticinio de  Babel, la profecía de un tiempo sin comunicación,  con infinitas  lenguas que nadie sabría  traducir. Era un  grito desgarrado de auxilio de alguien  que, quizás como él, se había sostenido en el poder de   la palabra y rogaba a algún dios que lo asistiera en el escándalo de un nuevo mundo sin orden.

2

Cerró la puerta, cubrió la mezquina abertura que servía de ventana y  lamentó malograr el espectáculo de las primeras estrellas en el anochecer de mayo  pero no quería arriesgarse a ser sorprendido por algún miembro de su comunidad, en esos últimos meses se había sentido observado. Evocó el Tajo que estaría  irisado de ocres y  lo maravilló esa intuición. La belleza manifestada, aun en las épocas más difíciles, lo había  reforzado en el dogma. ¿Cómo podía  el esplendor natural  no sustentarse en una esencia divina? Pero  en la primavera pasada había encontrado aquel ejemplar  entre otros muy deteriorados y comenzó su calvario de confusión. Todos los días a la hora Nona tomaba el mismo recaudo: ocultarse de las posibles miradas. Así había ingresado en aquel  laberinto que no sabía como abandonar. Al principio, consideró la confesión pero esa posibilidad fue inmediatamente descartada, se rumoreaba  que los secretos  murmurados en la intimidad de la capilla  llegaban hasta los oídos de los acólitos de Torquemada. Con disgusto, reflexionó acerca de  la ambigüedad que significaba condenar cualquier variación del texto  divino y favorecer la difusión  incontrolada, tentando a la libre interpretación.
No era un impío, casi  estrictamente respetaba la regla de un correcto cenobita y cumplía los Oficios en los momentos indicados: con humildad en Laudes, con devoción en Prima, con fe en Tercia, con esperanza en Sexta, con recogimiento en Vísperas y con piedad en Completas. Pero en la hora Nona  contravenía el canon y lo desolaba  esa desviación.
En la niñez, ansiaba aprender el nombre de todas las plantas de Ruguilla, extraer su espíritu y colocarlo en frascos opacos pero su padre planeó algo distinto. Una mañana gélida de enero lo dejaron en el monasterio de Ovila. El Abad le dio la bienvenida y lo encomendó  al cuidado de fray  Radberto, experto copista que trató de enseñarle su arte pero él opuso tan  tenaz resistencia, construida con manchones, errores y distracciones  que Radberto se dio por vencido  y como observó sus inspirados dibujos lo destinó a la tarea de iluminación. Su  maestro concluía el trabajo de escritura y  él dotaba a la obra de segunda vida: aprisionaba  el azufre  fugitivo del carbón, el tinte férreo, el ligero mercurio vegetal. Maderas, cortezas, líquenes y flores habitaban sus ilustraciones. Recordó con desazón que cada vez costaba más obtener pergamino y estaba obligado a  dibujar en perecedero papel que no hacia honor a la letra sagrada.  Cuando la luz menguaba y debía continuar su jornada de trabajo que a veces se extendía durante   el reposo de las aves,  usaba las manos para decidir si la coloración era correcta. Había advertido que el oro se palpaba  suave y ardiente, el carmín tenía vejigas grasas y la superficie de los blancos le cosquilleaba apenas  como un ácido liviano. 
Raimundo  Tarantasia, monje blanco cisterciense, percibía que su monasterio parecía infectado por alguna peste mortífera. Tal vez por este motivo se dejó tentar o  quizás precisamente era su insolencia la que estaba contaminando los muros, las galerías, los frutos de los árboles.
En silencio, añoraba momentos de  más serena convicción  e himnos matinales. Aunque  también temía que el origen del mal arraigara en esas épocas porque,   en su juventud, había sido  amonestado por ilustrar algunos pasajes del Antiguo Testamento con imágenes impropias. Acaso entonces ya bullía en su interior el yerro y tenía razón su maestro cuando le espetó que sería difícil alejarlo del camino del demonio. Desde esa reconvención, no le permitieron trabajar en la Biblia, argumentaron que  su Paraíso alimentaría el  equívoco en las conciencias. Le destinaron  libros de salmos y  de ciencias de la naturaleza. Sus animales,  híbridos amenazantes, probablemente inclinasen más al temor divino que sus Evas voluptuosas.
En ocasiones, presentía que  no eran sólo sus certidumbres y  el monasterio los que se desintegraban sino todo el universo. Se comentaba que  ambiciosos marinos cruzaban los mares y porfiaban en mentar tierras fantásticas pobladas de seres que opacarían sus  colecciones de bestiarios. Entonces, trataba de justificar su descarrío amparándose en la disculpa del error colectivo: desde que el alemán  Johann Gutenberg construyera su máquina de copiar todo se parecía cada vez más al Apocalipsis, la palabra se multiplicaba sin moral y los grabados  pretendían representar el ánima de las cosas. ¿Cómo era posible en ese caos evitar ser seducido por quimeras de salvación? Porque en definitiva ese era su único deseo: encontrar una ruta para el alma que la apartara de la corrosión que  había visto en sueños, las piedras del santuario arrastradas a lugares profanos, la palabra, bastardeada.
El viejo monje Raimundo exactamente en la hora Nona, como todos los días desde hacía más de un año, se arrojó al piso con los brazos extendidos, la frente contra el suelo tal como se  indicaba  en el códice polvoriento  y pronunció en una lengua musical que no era el latín canónico, ni el griego, la Oración de Manasés, rogando a algún dios que lo asistiera en el escándalo de ese nuevo mundo sin orden. 


 

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